El colegio hizo lo que se llama la “transición social” sin contar con los padres
De ser una persona ignorada, se convirtió inmediatamente en la más popular, logrando así la atención que necesitaba con desesperación.
El caso de disforia acelerada de mi hija sigue muchos de los patrones que describe María Keffler en su libro “Desist, Detrans & Detox”. Tuve acceso a información científica demasiado tarde y mi hija está pagando las consecuencias. Ahora, puedo ver claramente el rastro de la influencia de la ideología Queer a través de las redes sociales en mi niña, sus técnicas coercitivas sobre ciertos tipos de jóvenes. No puede ser casualidad.
A continuación, les cuento resumidamente nuestra historia.
Mi hija, a la que me referiré como Alba, fue una niña muy feliz y tranquila hasta que llegó a primaria proveniente de una escuela infantil distinta al propio colegio. Desde los primeros meses en esa nueva escuela se inició un calvario para ella. Sufrió señalamiento, aislamiento y según ella misma lo describe en su autobiografía gráfica: bullying
Sí, mi hija tenía y tiene altas capacidades artísticas y verbales y, desde que cogió un lápiz en la guardería, tomó por costumbre dibujarse a sí misma reflejando su día a día, sus emociones y sus pensamientos. A eso es lo que yo le llamo su “autobiografía gráfica”.
Y a pesar de sus obvias capacidades, la estuvieron sacando de la clase a diario para darle un refuerzo en escritura hasta cuarto de primaria inclusive, que fue cuando lo descubrimos. Así que nos faltaron datos importantes para entender el porqué de los dolores de tripa que se sucedían diariamente en el colegio y el porqué de los terrores nocturnos. Cuando tuvimos constancia de la situación empezamos un periplo para apoyar a la niña con logopedas, psicólogos y psiquiatras. Todos constataron sus altas capacidades y entendieron que las inversiones en las palabras se derivaban de su lateralidad cruzada, pero ya fue tarde: su autoestima estaba rota.
La primera regla de Alba llegó a los once años y la aceptó bien a pesar de lo prematuro, pero cuando su cuerpo comenzó a transformarse, la cosa cambió. No fue capaz de entender la atención indeseada del otro sexo, ni quería crecer tan aprisa. Ella era feliz dibujando hadas y sirenas, y cuando sus amigas despertaron al interés normal por el sexo masculino, empezó a alejarse de ellas y a encerrarse en las redes sociales. En ese mundo virtual sus dibujos destacaban, era aplaudida y ella se sentía alguien.
El último diagnóstico previo al desenlace inesperado de la DGIR, a los doce años, deja clara su situación: “baja autoestima y dificultades para relaciones asertivas ocasionado por su necesidad de significarse y no encontrar personas afines en su grupo de iguales. Tiene sentimientos de soledad, tristeza, apatía, anhedonia, baja autoestima e inseguridad”, y concluye el informe diciendo que “debido a la problemática, a las circunstancias, y a la edad se trata de una crisis relacionada con el momento del ciclo vital”.
A los trece años Alba sufrió un atropello muy aparatoso, aunque no tuvo grandes consecuencias físicas; pero el susto la empujó aún más al aislamiento y pronto empezó a cambiar.
Hasta entonces manteníamos una relación armoniosa y de confianza mutua con Alba. Los cambios nos parecieron los propios de la pubertad y mantuvimos la calma. Primero se identificó como pansexual abiertamente y exhibió la bandera arcoíris en pulseras y en los Brackets. Más tarde, supimos por una madre de una amiga que se identificaba como homosexual y seguimos con la espera prudente, pero de pronto todo cambió. Comenzó a rehuirnos mostrándonos algo parecido al asco, hasta que un mal día cuando tenía quince años, nos dio una carta en la que nos anunciaba que era trans. “La misma carta”, que tantos otros adolescentes han entregado a sus padres, como he podido constatar con otras muchas familias afectadas.
Ahora que conozco cómo funciona el culto Queer lo entiendo todo, pero entonces nos quedamos atónitos, ya que Alba jamás había dado muestras de transgenerismo, sino todo lo contrario. La afición y la gran capacidad para el dibujo del anime, adentró a mi hija en las redes sociales DevianArt y TUMBLR. Un mundo de personajes que exaltaban el Yaoi en el que descubrió la pornografía violenta. Hoy ya sé que en TUMBLR la niña se topó con una comunidad con reglas tendentes a manipular a sus jóvenes usuarios mediante la ideología Queer.
La adopción repentina de esta nueva identidad trajo consigo una agresividad inusitada contra la familia, así como la búsqueda artificial de enfrentamientos. Y aun así, seguimos manteniendo la serenidad para acompañarla con prudencia y espera respetuosa. A los pocos días de recibir la carta, conocimos sus planes inmediatos: hormonarse y amputarse el pecho. Su psicóloga se quedó tan estupefacta como nosotros y nos aconsejó buscar un profesional especializado.
Por su parte, el colegio hizo lo que se llama la “transición social” sin contar con los padres, saltándose, por cierto, el Protocolo para colegios establecido por la Consejería de Violencia de Género, Igualdad de Trato y Diversidad, y anulando nuestros derechos de paso. Todo el mundo sabía que mi hija había cambiado su nombre y sus pronombres, menos los padres. Fue su hermana mayor la que se enteró por las redes sociales y la que nos lo comunicó.
Ingenua de mí, acudí a la asociación trans activista Chrisallys en busca del experto que nos aconsejó contratar la psicóloga que atendía a la niña. Pensé: “¿quién mejor que personas que han sufrido discriminación para ayudarnos?”. Estando segura de que mi hija se había auto diagnosticado tras bucear en Internet, estaba tranquila. Pensé que estos señores y señoras transexuales sabrían dirigirme bien y sus psicólogos reconocerían de inmediato el fallo de mi hija en semejante idea. Pero enseguida empecé a darme cuenta de que algo no estaba éticamente bien, estas personas “desfavorecidas” parecían tener una agenda propia. Desde luego no eran las personas marginadas de otros tiempos, todo lo contrario: derrochaban poderío.
Desde la asociación me indicaron rotundamente que “mi hija no necesitaba un psicólogo, que simplemente se la enviáramos a ellos”. Así, sin ver a la niña ni conocer sus circunstancias. No obstante, me dieron el contacto de una psicóloga.
Empezamos mal con la nueva terapeuta. En la primera cita solo con los padres nos dijo que ella no diagnosticaba, que solo acompañaba para hacer la transición. Intenté conseguir su ayuda en una segunda cita antes de enviarle a la niña, y cuando le comenté que su postura no era confiable, en un arranque de soberbia se enfadó muchísimo conmigo. Luego se calmó y se esforzó en venderse bien, hasta convencerme de continuar.
En circunstancias normales el instinto hubiera primado por encima de todo, hubiéramos racionalizado que la psicóloga estaría tan ideologizada como la propia asociación, pero como digo, estábamos pasmados y desarmados ante una situación inverosímil, y así, accedimos a llevar a nuestra hija a la “experta”. ¡Estaremos arrepentidos de ello toda la vida!
Sorpresivamente, tras la evaluación inicial de la niña, la experta nos dijo con claridad que el caso no se correspondía a lo esperado de una persona verdaderamente trans, y que en realidad, Alba tenía un enorme problema de autoconcepto, de autoimagen y de autoestima, asegurándonos que su trabajo se centraría en estas dificultades, y que en caso de iniciar terapia relativa a la transexualidad nos avisaría antes.
Tres meses más tarde del inicio de la transición social nos llamaron del colegio para preguntarnos cómo proceder con Alba. ¡A buenas horas! La “experta” se prestó a hablar con la orientadora del colegio para explicarle que el caso no estaba claro, y que trataran de llamarla en neutro para que la niña se sintiera más tranquila, algo que fue imposible de dar marcha atrás. Su tutora, incluso le había prestado el espacio de la clase para que presentara a sus compañeros su “nueva identidad”. Ni que decir tiene que mi hija, de ser una persona ignorada, se convirtió inmediatamente en la más popular, logrando así la atención que necesitaba con desesperación.
Durante algunos meses parecía que la niña mejoraba y resolvía alguna situación puntual con personas de influencia muy negativa que acababa de conocer tras su salida del armario. Creímos que la terapia estaba funcionando. Pero, según pasaron los meses, mi hija menor empezó a exigirnos que cambiáramos los pronombres y usáramos el nuevo nombre elegido. Reclamaciones que claramente estaban reforzadas por la terapeuta ya que lo hacía cada vez que regresaba de la consulta. Algo no encajaba con lo que se suponía que estaban trabajando ni con su promesa de avisarnos cuando abordaran el asunto de la transexualidad.
Nos costaba mucho esfuerzo que la “experta” nos atendiera a los padres. Trataba a una persona menor de edad y teníamos derecho a un mínimo de información, mucho más, en la situación de profunda tristeza, mayor aislamiento, agresividad y corte radical de la comunicación con la familia en la que entró nuestra hija una vez comenzó la terapia. Nos la negó amparándose en el “secreto profesional y en el riesgo de que Alba descubriera que ella tenía contacto con sus padres”, y aun así, insistía en que había causas muy graves para la tristeza de nuestra hija. Nos infundía miedo pero no concretaba las causas. Con este panorama vivíamos en un sin vivir, llenos de dolor por ver el sufrimiento en aumento de nuestra hija, sin pistas de las causas y con miedo a que llevara a cabo un proceso autolítico.
Aunque la psicóloga nos aseguraba que solo estaba tratando la autoestima, también ella comenzó a pedirnos que usáramos el nombre elegido y los nuevos pronombres de nuestra hija. Nos quitó de la cabeza la idea de hablar con el orientador del nuevo instituto, argumentando que si le dábamos instrucciones, la niña descubriría que ella había hablado con nosotros y no podía poner en peligro su confianza. Y, además, cuando Alba pidió un binder nos animó a que accediésemos porque, según ella, no había mayor problema en usarlo salvo dolor de espalda pero que le iba a ayudar emocionalmente.
Con la “experta” todo era contradictorio, pero estábamos tan asustados que no supimos ver cuanta manipulación gastaba con nosotros. Al final vimos lo obvio: estaba afirmando a la niña en su supuesta transexualidad, mientras a los padres nos decía que estaba trabajando la autoestima.
La niña empezó a mejorar con el cambio de instituto, donde encontró nuevas amistades nutritivas. En junio de 2018 tuvimos una ansiada sesión con la “experta”, cuanto menos, sorprendente después de quince meses de trabajo, ya que por fin, nos dio un diagnóstico por primera vez, informándonos de que la niña había pasado una gran depresión, que había habido momentos muy duros, y que aunque había mejorado mucho, seguían existiendo picos importantes que eran necesario vigilar. Sí, aunque parezca mentira, el diagnóstico fue a posteriori. Por otro lado, en esa cita fue explícita, nos dijo que ella no creía que la niña fuera trans.
No sé qué sucedió durante el verano del 2018, pero aproximadamente dos meses después de esa reunión de junio, la “experta” nos llamó a consulta a los padres y a la niña juntos. Allí, nos exigió cambiar los pronombres y el nombre de nuestra hija, delante de ella y sin el aviso previo que nos había prometido.
Ante la inquietante situación, comencé a realizar las preguntas que llevaba callando demasiado tiempo: “¿Qué ha llevado a mi hija a la depresión tras el inicio de la terapia?”, “¿el rechazo al cuerpo solo puede ser porque es trans?”, “¿no tiene nada que ver con que es una adolescente?”, “¿no es incongruente que Alba esté convencida de que desde que salió del armario ha sido el año más feliz de su vida, cuando justo durante ese mismo periodo ha tenido una grave depresión?”.
La “experta” admitió que podían existir otras razones, pero que a su juicio era un joven maduro para decidir un cambio de identidad. Y acto seguido nos recordó que ella no diagnosticaba, que solo ayudaba a hacer la transición, y que no obstante, había trabajado con Alba las relaciones con personas de influencia negativa, los planes de futuro para su formación, y otros muchos aspectos, pero que no conseguía avances con la autoimagen. Así que se justificó informándonos que estaba haciendo lo que debía aplicando la ley.
Apartamos a la niña de la “experta” tan pronto pudimos y notamos un cambio a mejor espectacular en tres semanas. Alba estaba más relajada y la comunicación con la familia empezó a fluir. Pero unos meses después, cuando Alba se acercaba a los dieciocho años, la “experta” la contactó para ofrecerle una cita. Obviamente la niña nos pidió permiso y desbaratamos sus planes, pero debieron estar hablando porque las exigencias y amenazas de Alba de que iba a empezar a hormonarse y a operarse volvieron. Otra vez, necesitamos algunos meses para regenerar el vínculo de nuestra hija con su familia. ¿Es legal y ético que una psicóloga se salte a los padres de una menor contraviniendo sus indicaciones?
Ahora, mi hija menor no quiere ni oír hablar de la terapeuta, reconoce que la “experta” no se portó bien aunque no me da detalles, solo me dice que “la dejó traumatizada”. El problema es que ya no quiere ni oír hablar de psicólogos. Aunque es igual, no encontraría ninguno confiable dada la amenaza de multas enormes y riesgo de que les inhabiliten si se atreven a hacer su trabajo en lugar de afirmar un autodiagnóstico.
Ante este panorama sangrante me pregunto: ¿De verdad es justo que un menor no pueda ser tratado psicológicamente de sus muchos problemas emocionales, que nada tienen que ver con ser supuestamente trans?, ¿es constitucional?
Quiero creer que mi hija está en el camino de desistir, pero sin ayuda psicológica será mucho más lento. Mientras tanto se está haciendo mucho daño fajándose el pecho, sufriendo aislada porque le faltan habilidades sociales, y perdiéndose los mejores años de su vida encerrada en su cuarto. Mi niña está sufriendo y no está a su alcance trabajar ese dolor. Como padres estamos impotentes y muy asustados porque la sociedad, los médicos y los psicólogos nos han fallado.