“Si dice que es chico, es que lo es. Tienes que aceptarlo. No es una fase como piensas. Ve pidiendo cita con el endocrino y para los trámites de cambio de nombre”
“¿Desde cuándo sientes ser chico?”, breve pausa, y me contesta: “Desde más o menos otoño del año pasado. Fue cuando vi el vídeo de unos Youtubers a los que seguía y sentía que quería ser como ellos"
En octubre de 2021 noté grandes cambios en el comportamiento de mi hija. Había roto con sus dos amigas del colegio por enésima vez ese año, pero esta vez parecía definitiva. Las horas que dedicaba a las redes sociales (YouTube, TikTok, Twitch, Roblox) fueron alargándose y prácticamente no salía de su habitación, salvo para ir al colegio. Lo siguiente que me pidió fue cortarse el pelo y un “binder” (primera vez que oía esa palabra en mi vida) para un disfraz de Halloween, disfraz que nunca se puso.
Pasaban las semanas, y percibía que su luz se apagaba y ese binder empezaba a llevarlo debajo de su uniforme. Palpaba su tristeza y fui yo quien le hizo la pregunta: “¿Te gustaría ser un chico?”, para ver si podía entender lo que le pasaba. Ella rompió a llorar y me dijo que sí, pero que no estaba segura aún. Yo pensaba que se trataba de una fase y le dije que igual se le pasaría, al igual que pensaba que iba a retomar el contacto con sus amigas y que todo su malestar se esfumaría.
Su situación no mejoraba y en enero de 2022 decidimos buscar una psicóloga para que la ayudara con sus problemas en el colegio. Tras una primera sesión supe que llevaba un año sufriendo bullying por parte de las que creía eran sus amigas. Fue ahí que mi hija pudo entender que, aunque viniese de boca de unas supuestas amigas, es acoso si te llaman a diario “gorda, tonta, fea, te gustan las mujeres, nadie te va a querer jamás, etc.” Ella les había confesado ser bisexual y éstas se lo contaron al resto de los compañeros.
Nada más tener esa información me dirigí al colegio para que dieran inicio al protocolo de actuación, pero dada la mala gestión con el asunto decidimos cambiarla de colegio.
Previamente al cambio, a finales de enero la llevé a una segunda sesión con su terapeuta para que trabajara el tema del acoso y ¿cuál fue mi sorpresa? Nada más terminar con mi hija, me invitó a entrar y me dijo: “Tu hija es un chico, lo tiene muy claro. De ahora en adelante hay que llamarle en masculino. Veo que eres una madre muy comprensiva, seguramente lo harás. Conmigo ya no seguirá. En la seguridad social os podrán dar cita con un especialista en estos temas para que vean si le pueden recetar bloqueadores de pubertad para, más adelante, continuar con las hormonas. Y como va a empezar en un nuevo colegio en 5 días, pues mejor que inicie allí con su nuevo nombre, nombre que aún no tiene pensado, pero que tiene tiempo para ello estos días”. Yo me quedé bloqueada. No supe qué contestar.
Mi hija (13 años) desde ese momento se sintió fortalecida con esa idea que tenía y a la cual yo no había dado mucha importancia.
Tenía mis recelos al respecto, pero a la vez pensaba que la psicóloga debía de saber lo que decía. Tuve pocos días para aclarar mis dudas. Busqué por internet y lo primero que me saltó fue la asociación Chrysallis. Les expuse que mi niña de pequeña jamás había mostrado signos de estar disconforme con su sexo y lo único que recibí fue un: “Si dice que es chico, es que lo es. Tienes que aceptarlo. No es una fase como piensas. Ve pidiendo cita con el endocrino y para los trámites de cambio de nombre”. Así que empecé a creer que la equivocada era yo.
Mi esposo no estuvo de acuerdo con el cambio de nombre y tuve que defender la posición de mi hija. Qué ilusa que fui.
Ella parecía estar contenta de tener mi respaldo y de que en el nuevo colegio fuera a ser un chico.
Pasaban los días y mi cabeza seguía maquinando, algo no cuadraba. Así que le pregunté: “¿En el colegio se burlaron de ti por el tema trans?” “No mamá, no se metieron con esto, no sabían de esto”. Mmm, me puse pensativa para continuar el interrogatorio: “¿Tú de pequeña sentías que no encajabas siendo niña?” “No, la verdad es que nunca me puse a pensar en ello”. Mi pulso empezaba a acelerarse y lancé una última pregunta: “¿Desde cuándo sientes ser chico?”, breve pausa, y me contesta: “Desde más o menos otoño del año pasado. Fue cuando vi el vídeo de unos Youtubers a los que seguía y sentía que quería ser como ellos. Al principio creía era como un fetiche, pero mientras más los veía, más me daba cuenta de que no, de que realmente quería ser como ellos”. Ese fue el momento en el que yo realmente desperté y recordé los cambios en ella en aquel mes de octubre, y me dije que mi hija no es el clásico trans del que siempre había escuchado. Pero, ¿qué era entonces? Volví a la búsqueda en internet y di con una escritora llamada Abigail Shrier, autora del libro “Un daño irreversible”. ¡Ahí estaba, eso era exactamente como lo estaba viviendo, como veía a mi hija, ella no era trans!
Sentí un tremendo alivio al encontrar respuestas a mis dudas. El siguiente paso fue averiguar si había más padres con alguna situación similar y di con la agrupación Genspect y a través de ellos con Amanda. Entrar en el grupo me proporcionó una enorme fortaleza, porque los graves problemas de mi hija nada más empezaban. Era marzo de 2022.
En el nuevo colegio donde se la trataba con nuestro consentimiento (!) en masculino, empezaba a flaquear académicamente. De ser una excelente estudiante pasó a tener suspenso tras suspenso. Le costaba socializar, siempre andaba encorvada y evitaba cualquier contacto visual. Viéndolo desde la perspectiva de hoy, entiendo que para ella fue un cambio abrupto, prácticamente empujada por su psicóloga a realizar la transición social y esto le creó un enorme estrés de adaptación, el tener que mostrarse y encajar como chico. Ella, que siempre había sido muy femenina, debía presentarse masculino. No supo cómo lidiar con ello y empezó a autolesionarse. Ella, que de niña detestaba ver sangre, se hacía cortes con las tijeras. Era abril de 2022 e inició una nueva terapia. Pero su situación no mejoraba. Decidí cortarle las redes sociales de golpe (mala idea, considerando que era la única vía de socialización/expresión que le quedaba). Intenté que quedara con la hija de una amiga con la cual conectó a la primera, mala suerte que la madre se enteró de lo que le pasaba a la mía y decidió alejarlas, como si de una peste se tratara. Entiendo a esa madre, pero mi hija no iba con intención de contagiarla, nada más estaba desesperadamente ansiando tener una amiga.
Mi niña empeoraba cada día que pasaba, me pedía auxilio a gritos para no ir al colegio. En una carta a la orientadora le suplicaba poder ausentarse de las clases, de lo mal que se sentía y de sus ideas suicidas. Traté de buscar apoyo escolar para que pudiese seguir sus clases desde casa porque estaba muy deprimida. Me lo denegaron. Intenté conseguir ayuda psiquiátrica, pero me daban cita en 3-4 semanas. Mi pobre niña no pudo esperar más y un día decidió tomarse todo un paquete de ansiolíticos. No puedo describir ese día, porque fue horroroso. “Perdóname mamá, perdóname”, me dijo llorando. “No me tienes que pedir perdón, no es tu culpa.” Quise decirle que era culpa de ese maldito engaño en el cual habíamos caído… Ese 27 de mayo marcó un nuevo rumbo. Ese día con nuestras miradas supimos que no debía permanecer en ese colegio y, sobre todo, que no debía seguir como chico. Ella no lo iba a verbalizar porque estaba inmersa en un dogma; aunque eres consciente de que no te hace bien, el salir de ahí cuesta mucho más, porque es difícil reconocer que te has equivocado con la convicción que tenías.
En agosto de este año (2022) mi niña volvió a referirse a sí misma en femenino y desde entonces no ha vuelto al masculino más. Empieza su recuperación.